...Y VINO JESÚS!!!



Recuerdo una canción que finaliza diciendo “Clamé, me oíste. Me viniste a rescatar” (Evidentemente está hablando de Jesús). De la venida de Jesús, es de lo que quisiera referirme en estos días previos a la Navidad de 2017. Encontraremos multitud de mensajes típicos y tópicos, unos harán alusión al nacimiento de Jesús y otros, desacralizando la festividad, pretenderán desviar nuestra atención con deseos de felicidad, amistad, prosperidad…, pero sin Dios; lo que significa que intentarán engañarnos. Un año más continúa la lucha, no sólo dialéctica sino también espiritual, para reconducir a las personas hacia la Verdad o para emplazarlas en el vacío de mensajes esperanzadores sostenidos por falsos cimientos, ajenos al que es Piedra Angular y garantía eterna.

En los Evangelios se repite al menos 18 veces la expresión «he venido» en boca de Jesús. Normalmente, cuando alguien se presenta en algún lugar y utiliza las palabras «he venido» es porque pretende dar algún tipo de explicación a su presencia. Y podría darse el caso que dijera cosas como: he venido porque me llamaste; he venido porque vi que me necesitabas; he venido porque lo había prometido; he venido porque me han enviado; etc… Personalmente, creo que lo que resume mejor el motivo de la venida de Jesús está escrito en Jn 10,10: «He venido para que tengáis vida, y la tengáis en abundancia». Algunas traducciones utilizan la palabra rebosar, en lugar de abundancia. Pero ambas nos sirven para comprender el mensaje. Y es que Jesús llega cargado con abundancia de bendiciones espirituales (cf. Ef 1,3) para trasladarnos de las tinieblas a la Luz verdadera (cf. 1Pe 2,9; Jn 8,12), para que no continuemos con la arruinada y mediocre vida que nos ofrece el mundo con falsas apariencias que nos sumergen en las cloacas del pecado con destino a la muerte eterna, sino para que rebosemos de una vida plena y seamos levantados con el poder de Dios hacia las estancias celestiales.

Leyendo los primeros capítulos del libro del Génesis podemos observar cómo la obra predilecta de Dios comete un fatídico error, dando origen a una humanidad rebelde y pecadora. Aunque la Biblia no lo refleje explícitamente, creo que existen dos grandes dolores, y no me refiero a los dolores físicos sobrevenidos a los hombres como consecuencia del pecado (cf. Gn 3):

1. Dolor en Dios.

La obra que Dios había modelado con tanto cariño y a la cual vivificó con su propio soplo, aquella que situó en un paraíso terrenal perfecto, arropada del amor divino, privilegiada en dones preternaturales, así como en el gozo de poder disfrutar de su habitual visita, cometió una irremediable desobediencia. Este hecho tubo que causar un dolor de dimensiones inimaginables en Dios. ¿Qué podía hacer Dios?.

Su Santidad, incompatible con el pecado, y su justicia pedían aniquilación, pero su amor pedía una segunda oportunidad. ¡¡¡Ganó el amor!!!. Podemos observar un bonito detalle de este amor cuando, en lugar de dejar a su suerte a los desobedientes Adán y Eva, cubre sus vergonzosos cuerpos desnudos con túnicas. Se trata del mismo amor que lleva a Dios a buscar continuamente la forma de comunicarse con la humanidad caída para poder reconducir sus pasos. ¿Es que existía solución?.

En esos infinitamente dolorosos momentos, la ira de Dios se focalizó contra la serpiente, seductora y mentirosa por naturaleza (el diablo), castigándola y anunciando su futura derrota por medio de un poderoso linaje (cf. Gn 3,15) capaz de pisotear la cabeza de tal despreciable criatura que había conseguido una posición de dominio y control en un nuevo mundo pecador. En cambio, el hombre no fue condenado pero sí desterrado debido a la incompatibilidad entre santidad y pecado, y porque lo merecía por haber transgredido la Ley de Dios.

Por un lado, entonces, tenemos la justicia, la ira y la santidad de Dios que no pueden tolerar la presencia del más mínimo pecado y claman por una solución drástica, mientras que por otro lado tenemos el amor de Dios que, aunque gravemente herido, no quiere desentenderse del barro modelado con tanto cariño y clama por una segunda oportunidad. Dicha oportunidad se llamará JESÚS.

2. Dolor en Adán y Eva.

Todos hemos cometido errores que han causado dolor en nuestro corazón, en mayor o menor medida. Si existe deseo de reconciliación y restauración, la persona afectada busca la manera de enmendarse y reconducir su vida correctamente. Realmente es una gran bendición contar con la posibilidad de reestablecer la amistad perdida con Dios mediante los sacramentos y la oración. Ahora bien, ¿y si no tubiéramos una segunda oportunidad?.

Creo que, de alguna manera, podríamos llegar a imaginarnos el inmenso dolor experimentado en el corazón de Adán y Eva cuando fueron plenamente conscientes de lo que habían hecho y sus consecuencias. Pero no se trata de un dolor con la esperanza de aplicar una solución conocida a corto, medio o largo plazo. Estamos ante la desesperación de no conocer ninguna forma de expiación. Es lógico pensar que Adán y Eva no habían recibido ninguna promesa de salvación, porque, en un principio, no la necesitaban.

A la angustiosa desesperación se unió la pérdida de multitud de privilegios sobrenaturales y el conocimiento del sufrimiento, el dolor y la muerte. ¡Devastador panorama!. Pero no sucumbieron y continuaron adelante. Empezaron a luchar por el día a día y a multiplicarse. Creo que en su interior debieron clamar de alguna manera a Dios, como diciendo, Señor ¿Seguro que no hay solución?

Algún ápice de esperanza debieron encontrar cuando descubrieron que Dios no venía a destruirlos, más aún, continuó conversando con ellos y con sus hijos. Y entre tantas palabras de castigo brillaban aquellas que prometían el linaje restaurador.  ¡Sí!, había solución y ellos empezaron a colaborar en favor de ella para que un día se realizara la promesa y Dios lo restaurara todo. 


                En medio de tanto dolor y después de esperanzadores anuncios, a través de los siglos,  sobre la venida de un Mesías, llega Jesús, «Rey de reyes y Señor de señores» (Ap 19,16), nacido en un pesebre para desconcierto del hombre soberbio sometido al príncipe de este mundo. Podemos escuchar en ese recién nacido la voz de Dios diciendo: ¡He venido!, y vengo a hacer que los ciegos vean, que los paralíticos caminen, que los leprosos queden limpios, que los sordos oigan y que los muertos resuciten (cf. Lc 7,22). Ante tan estraordinaria noticia, los pastores, los humildes y los sencillos acuden a adorar al Mesías, guiados por gozosos ángeles,  que con alegría inconmensurable, cantan sin cesar: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (Lc 2,14).

¡El cielo en la Tierra!; ¡Dios hecho hombre!; ¡la promesa se ha cumplido!; ¡Este es el linaje vencedor!. No podemos encontrar palabras de agradecimiento a Dios por venir a rescatarnos pero, sin dejar de agradecérselo con todas nuestras posibilidades, también podemos unirnos al gozo celestial de sus ángeles y santos que se alegran por nosotros y por todos los que murieron esperando al Salvador, porque  por fin el reino de Dios ha llegado a nosotros (cf. Lc 11,20).

En la segunda mitad del siglo IV, la Iglesia, sabiamente, quiso establecer una fecha para celebrar el gran acontecimiento del nacimiento de Jesús eligiendo el 25 de diciembre, aunque se desconoce el día exacto (podemos encontrar diversas teorías al respecto). Lo más importante en estos días tan especiales es la necesidad de reafirmarnos en celebrar el nacimiento de aquel que siendo Dios «se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres» (Fl 2,7), quién habiéndose humillado sin medida para convivir con nosotros, sabemos que también se humillaría más tarde, «haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó y le otorgó el Nombre que es sobre todo nombre. Para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, y en la tierra, y en los abismos; y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor, para gloria de Dios Padre.» (Fl 2,8-11).

Hagamos de estos días navideños un tiempo de gozo y celebración centralizado en «Cristo Jesús, el Señor», razón por la que tantas buenas manifestaciones de amor, amistad y fraternidad que nos van a invadir durante las fiestas navideñas adquieren su pleno significado, acercándonos más a Dios, a la familia, a los amigos y a los necesitados. Es Dios que, habiendo escuchado nuestro clamor, viene a nosotros. Es el único Salvador que nunca falla y sigue viniendo al mundo y a cada uno personalmente siempre que le necesitamos. Démosle la bienvenida de forma sencilla y humilde, al estilo de aquellos afortunados que pudieron acercarse al pesebre hace poco más de 2000 años.

Ante su presencia, llenos de gozo y alegría, doblamos nuestras rodillas y le reconocemos como nuestro Único Señor, nuestro Único Dios, nuestro Único Salvador, pues «estando nosotros muertos en pecados» (Ef 2,5) no nos ha rechazado ni despreciado, ni ocultado su rostro para dejar de mirarnos (cf. Sl 22,25), sino que al oir nuestro clamor suplicando auxilio nos ha mirado con un amor tan inmenso que ha querido venir con el regalo de una nueva vida llena de abundantes bendiciones.


¡FELIZ NAVIDAD!

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