EL TRIUNFO DEL AMOR
Jesús nos dice que «nadie tiene
mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). De hecho, es algo
heroico dar la vida por alguien, aunque no todos estarían dispuestos a entregarla
para salvar a otra persona, incluso tratándose del mejor amigo. La reacción
mayoritaria sería la de “sálvese quien pueda”. Pero Jesús nos habla de un amor
de verdad, sin egoísmo, sin buscar nada a cambio. Se trata de hacerlo todo por
amor al prójimo, buscando su bien aunque esto tenga un coste para nosotros.
«Dios es amor» (1Jn 4,8) y todo
lo que hace es consecuencia de su propia esencia. El amor de Dios es tan
inmenso que no se limita a amar a sus amigos sino que «Cristo, siendo nosotros
todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5,8), es decir, «cuando éramos
enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo» (Rm 5,9). Jesús
nos decía que nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos (cf.
Jn 15,13). Pero Él ha sobrepasado la medida del amor llegando a dar la vida
también por sus enemigos. Su amor es tan desmesurado, tan grande…, es decir,
infinito, que no excluye a nadie, ni a sus enemigos, porque quiere que todos
los hombres «se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2,4). Jesús
vino al mundo con la misión de rescatar a toda la humanidad del poder del
pecado y del dominio del diablo. Por tanto, tenemos por un lado el amor de Dios
y por otro el pecado. Esta oposición nos permite definir el pecado como la
ausencia de amor. El uno y el otro son totalmente opuestos e incompatibles. El
Amor vino a derrotar al pecado y lo hizo entregándose desinteresadamente por el
bien de todos nosotros, incluso de aquellos que le rechazan.
¿Qué ha movido a Dios para venir
a rescatarnos? El AMOR. Su motivación no está fundamentada en ningún tipo de
interés, pues, ¿qué podríamos darle nosotros que no posea? Si lo analizáramos
desde el punto de vista egoísta no encontraríamos explicación humana posible al
gesto de Dios. Vamos a examinar esto: Él tiene todo el poder, la gloria, la
santidad, la plenitud de amor, rodeado de sus ángeles y seres celestiales, etc…
Vamos, que lo tiene todo para gozar eternamente y vivir sin problemas ni
preocupaciones. Por tanto, ¿por qué molestarse en salvar la raza humana,
merecedora de ser condenada y aniquilada debido a su pecado, si no da más que
problemas? Además, ha cometido la peor de las ofensas: revelarse contra Dios.
Con la maldad del pecado, los
hombres rechazamos el amor de Dios, y esto tiene consecuencias que sobrepasan
nuestra capacidad de reparación. Cuando, con nuestro pecado, ofendemos a Dios le
estamos causando un dolor proporcional al amor con que nos ama. ¿Te ha dolido
que alguien a quien amabas o en quien confiabas te haya traicionado? Ese dolor
no es nada comparado con lo que supone traicionar al amor infinito de Dios.
Vamos, que lo más sensato, desde
el punto de vista humano, hubiera sido hacer “borrón y cuenta nueva” con el
problema de la humanidad rebelada. ¿O no acostumbramos a eliminar lo que nos
estorba para estar tranquilos? Pero Dios no pensó a lo humano, sino que su
infinito y eterno amor, lejos de eliminar el problema y quedarse tranquilo,
empezó una misión de rescate en la que involucró a su propio Hijo. Porque
únicamente un amor infinito podía reparar un dolor infinito.
Cuando amamos a alguien de verdad
y de forma inesperada nos traiciona, causa en nosotros un gran dolor en el
corazón. Este dolor es proporcional al amor con que se ama. Porque, si nos pasa
lo mismo con alguien lejano, a quien no amamos demasiado, prácticamente no nos
afecta. Imaginemos, entonces, como podría ser el dolor producido a un amor
infinito cuando se le traiciona. Realmente somos incapaces de alcanzar la
verdadera repercusión que nuestro pecado tiene sobre el amor de Dios. Podemos
imaginar, intuir, y hasta conocer hasta ciertos niveles, según el conocimiento
que Dios nos conceda tener, pero incluso así nos quedaríamos infinitamente cortos.
¿Cómo se curan las heridas de
amor? ¿Cómo se restaura este dolor? Solamente con amor. Tenemos la prueba en
nosotros, que somos imagen de Dios. Cuando nos hacen daño a causa de una herida
de amor, únicamente se puede sanar y restaurar con una gran dosis de amor. Por
lo tanto, ¿Quién podía restaurar el dolor causado al amor de Dios? ¿Quién tenía
suficiente amor para ello? Dios amaba y continua amando a la humanidad, pero
debido a la desobediencia de los hombres, estos pasaron a pertenecer a otro
dueño, es decir, a aquel a quien obedecieron, que es el diablo. El amor de Dios
es infinito pero esto no impide que su justicia sea inalterable. Por tanto, el
hombre estaba condenado si no se hacía alguna cosa. Pero, ¿Qué hombre podía
tener suficiente medida de amor para compensar tal desagravio y sanar el
corazón herido de Dios? Nadie podía hacer tal cosa. El daño sobrepasaba
infinitamente la capacidad de restauración de cualquier humano. Pero el Señor
encontró la solución y «tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para
que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16). El
Hijo se hizo hombre, y así apareció la persona con suficiente medida de amor
necesaria. Dios Hijo participa del mismo amor infinito que el Padre. Jesucristo
aportó la medida de amor necesaria para poder reconciliar al hombre con Dios.
Su amor lo abarca todo. Por una parte sana y restaura el corazón destruido y
herido de la humanidad a causa del mal producido por el pecado, y por otra
repara el daño causado en el corazón de Dios.
Jesús era la única solución. Pero
falta algo más. Era necesario un acto de amor que desatara su poder restaurador.
Todo amor tiene un poder potencial que no se conocerá hasta que no se realice
el acto de amor. Aún así, aunque exista un amor muy grande, si la acción es pequeña
solamente actuará el poder proporcional al hecho realizado. Jesús hizo muchas
cosas fruto de su amor: sanar enfermos, liberar endemoniados, perdonar pecados…
Pero estas solo eran porciones del poder de un amor infinito y no solucionaban
el problema de enemistad con Dios de una manera definitiva. Hacía falta el acto
más grande de amor que un hombre podía realizar para conseguir que la totalidad
de su amor diera fruto. ¿Qué es lo máximo que puede hacer una persona por amor?
Seguro que ya lo estás pensando…. Pues,
eso: Dar la vida por sus amigos. Y Jesús ¿qué hizo? Dio la vida por sus amigos
y por sus enemigos. Dios hecho hombre, pagó con su sangre el precio de nuestro
rescate mediante el acto de amor más grande que un hombre puede realizar, pero
aplicando, no un amor humano, sino el infinito amor de Dios. Por eso el poder
restaurador fue suficiente para hacer posible aquello que ningún otro hombre podía conseguir. Gracias a Jesús se repara la ofensa y sus consecuencias. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a
Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por
nuestros pecados» (1Jn 4,10).
Ante el poder del pecado, con
toda su maldad y destrucción, el amor de Dios ha triunfado y seguirá
triunfando. Hemos sido «rescatados de la conducta necia heredada de nuestros
padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de cordero
sin tacha y sin mancilla, Cristo» (1Pe 4,18-19). Se trata del triunfo del amor,
pues es más fuerte que el odio y cualquier mal. Con amor todo se puede, desde
conseguir un milagro hasta soportar los sufrimientos con paz. Ahora bien,
también quien ama de verdad se hace vulnerable para beneficiar a otros. Y
siendo vulnerables podemos recibir golpes, como le pasó a Dios hecho hombre.
Siendo Dios se hizo vulnerable como uno de nosotros, recibió golpes, insultos y
maltratos. Pero lo importante era conseguir el objetivo y al final el amor obtuvo
la victoria. ¿Quieres amar? ¿Aceptas hacerte vulnerable por amor? ¿Quieres
vencer? ¡Quien ama sufre! ¡Quien ama vence! ¡Quien ama vive!.
Para acabar quisiera recordar
estas palabras de Jesús: «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los
otros como yo os he amado» (Jn 15,12). De esta manera contribuiremos a que el Amor
siga triunfando.
Comentarios
Publicar un comentario