TU HERENCIA ESPIRITUAL
«Has de saber, pues, que Yahveh tu
Dios es el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil
generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos» (Dt 7,9)
«nuestros padres pecaron: ya no
existen; y nosotros cargamos con las culpas» (Lm 5,7).
Una vez oí a una mujer predicadora
decir que cuando ella muriera quería dejar como herencia a sus descendientes el
hábito de leer la Biblia. Esto lo mencionó durante una enseñanza que trataba sobre
las herencias espirituales. Es fácil observar como las personas nos esforzamos
mucho en dar riquezas materiales a nuestros hijos o parientes para asegurarles
el futuro material, pero muy pocas veces, o ninguna, se nos enseña sobre el
valor y la importancia de las herencias espirituales. De hecho, es mejor ser
pobre y entrar en el reino de Dios que ser rico y tener los pies en el
infierno. Es más importante una buena herencia espiritual que una material,
aunque pueden ser complementarias si en todo se busca hacer la voluntad de Dios
y no nos alejamos de Él.
De la misma manera que podemos dejar
una herencia, también podemos recibirla. Ahora bien, en nuestras manos está
cortar con lo malo que nos ha llegado y dejar cosas buenas a nuestros
descendientes. Seguramente, todos tenemos esta buena intención en nuestro
corazón. Pero las buenas intenciones no sirven para nada si no van acompañadas
de hechos concretos. E incluso me atrevería a decir que los compromisos y
hechos concretos muchas veces no dan los resultados esperados porque como dice
la Palabra de Dios, «Pedís y no recibís porque pedís mal» (St 4,3).
Probablemente, aquellas cosas que
deseamos quitar, e incluso nos esforzamos en hacer desaparecer de nuestras
vidas se resistan y vuelvan a renacer una y otra vez sin que entendamos por qué
nuestros esfuerzos no dan resultado. Los motivos pueden ser varios, pero una de
las posibilidades de fracaso puede proceder de una herencia espiritual de
nuestros antepasados. Para tener una imagen más gráfica, imaginemos que nuestro
corazón es un jardín precioso donde crecen plantas y flores hermosas, pero de
repente emerge una planta, que nos perjudica, nos invade y estropea el jardín.
No nos deja progresar espiritualmente, o incluso nos aleja de Dios. Si hemos
tomado la decisión de seguir a Jesús y descubrimos la presencia de esta planta,
seguramente haremos lo posible para cortarla y así librarnos de sus efectos
negativos. Quizás con esto sea suficiente, pero quizás no. Todos conocemos que
existen vegetales que aunque se corten de raíz, vuelven a brotar, siendo
algunos verdaderamente complicados de erradicar. Esto sucede porque sus raíces
se mantienen vivas. Aunque cortemos la parte visible, sus raíces no mueren. Lo
mismo sucede con las herencias espirituales perjudiciales. Podemos eliminar la
parte visible pero si no destruimos totalmente sus raíces, no nos libraremos de
sus perjuicios de forma definitiva.
¿Qué cosas podemos heredar que nos
afecten espiritualmente en el presente? Básicamente se trata de problemas,
debilidades, enfermedades, limitaciones o pecados persistentes, cuyo origen y
subsistencia no encuentran un razonamiento humanamente comprensible. Temas
contra los que, aunque se luche y se controlen por un tiempo, no acaban de
desaparecer y emergen o permanecen contra la voluntad de la persona. A veces la
medicina moderna y la psicología aplican terapias para paliar o enmascarar el
problema pero sin capacidad de solucionarlo definitivamente. Repito, que estos
asuntos no tienen un origen exclusivo en temas intergeneracionales. Si los tuvieran,
bajo discernimiento y oración deberían ser tratados como tales. Si no, deberían
tener otro tratamiento.
Para concretar un poco, a
continuación ofrezco una lista, no exhaustiva, de estas cosas a las que me
refiero, cuya procedencia generacional nos pueda perjudicar o condicionar de alguna manera: Negatividad, amargura, ira,
murmuración y derivados de la lengua, mentiras, robo, asesinato, malos tratos,
pecados y desviaciones sexuales, hechizos, brujería y cosas relacionadas con lo
oculto y prohibido por Dios, divisiones, alcoholismo, suicidios, muertes
prematuras en la familia, depresión, enfermedades mentales, limitaciones
físicas o psicológicas, brutalidades, fracaso matrimonial, abusos, abortos,
etc…
No significa que nosotros estemos
practicando alguna de estas cosas, pero sí podemos estar sufriendo algún tipo
de opresión u obsesión con raíces en decisiones y hechos de nuestros
antepasados. Aunque también puede ser que sí lo estemos realizando, sin
entender muy bien por qué nos sentimos tan inclinados hacia algo que nos disgusta e incluso nos aparta
de Dios, pudiendo llegar a hacer nuestras las palabras de Pablo: «No entiendo
lo que hago, porque no hago lo que quiero, sino aquello que detesto» (Rm 7,15).
No debemos olvidar que el Diablo
aprovecha cualquier ocasión para perjudicarnos y alejarnos de Dios. Así pues, cuando
se realiza un pecado, es decir un acto de rebeldía a Dios, cuanto más grave sea
mayores consecuencias tiene, llegando a otorgar cierta autoridad y dominio al
Diablo en nuestras vidas, llegando a poder hipotecar y condicionar la de nuestros
descendientes. Es nuestro deber cortar con lo heredado que no proceda de Dios y
luchar con las armas espirituales que Dios pone a nuestro alcance por una vida
de santidad con hábitos cristianos, dignos de ser heredados por nuestros hijos.
Y así, en lugar de tener inclinaciones y debilidades que les lleven a la
condenación, hereden virtudes y dones que les lleven a glorificar a Dios
eternamente.
«Tú que vives bajo la protección del
Dios altísimo y moras a la sombra del Dios omnipotente,
di al Señor: "Eres mi fortaleza
y mi refugio, eres mi Dios, en quien confío".
Pues él te librará de la red del
cazador, de la peste mortal;
te cobijará bajo sus alas y tú te
refugiarás bajo sus plumas; su lealtad será para ti escudo y armadura.
No temerás el terror de la noche ni
la flecha que vuela por el día,
ni la peste que avanza en las
tinieblas ni el azote que asola al mediodía.
Aunque a tu lado caigan mil, y diez
mil a tu diestra, a ti no te alcanzarán.
Te bastará abrir los ojos, y verás
que los malvados reciben su merecido,
ya que has puesto tu refugio en el
Señor y tu cobijo en el altísimo.
A ti no te alcanzará la desgracia ni
la plaga llegará a tu tienda,
pues él ordenó a sus santos ángeles
que te guardaran en todos tus caminos;
te llevarán en sus brazos para que tu
pie no tropiece en piedra alguna;
andarás sobre el león y la serpiente,
pisarás al tigre y al dragón.
Porque él se ha unido a mí, yo lo
liberaré; lo protegeré, pues conoce mi nombre;
si me llama, yo le responderé, estaré
con él en la desgracia, lo libraré y lo llenaré de honores;
le daré una larga vida, le haré gozar
de mi salvación» (Sal 91)
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