SÓLO UNOS POCOS

 




El Apóstol San Pablo se caracteriza por su total entrega al servicio de Dios. Y aunque en numerosas ocasiones esto le supuso sufrir persecuciones, palizas, encarcelamientos hasta el mismo martirio, no se indigna por ello, ni murmura, ni se queja. Todo lo contrario, para Pablo es un privilegio sufrir por y para Jesucristo.

A veces, los cristianos podemos caer en el intento de desear establecer el Cielo en la Tierra, con la idea de generar un ambiente sin problemas ni dolencias. Pues bien, cuando un buen discípulo de Jesús se une a la victoria de aquel que nos amó (cf. Rm 8,37), lo hace viviendo momentos de gloria y de pasión. Nuestro paraíso consiste en cumplir la voluntad de Dios, no en comprar una villa aislada en la montaña o la playa, y vivir como reyes mundanos en una supuesta paz.

Resulta fácil sentirse alegres y llenos de gozo cuando el Espíritu Santo lo lleva todo por nosotros, cuando experimentamos sanación y liberación, o mientras nos apartan las piedras del camino para que no tropecemos. En esta situación, probablemente la persona se sienta eufórica y llena de alabanza y acción de gracias a Dios. Muchos estarían dispuestos a ser discípulos de Jesús en estas condiciones. Ahora bien, esta pequeña degustación del Cielo va íntimamente unida a la oportunidad de demostrar que vamos en serio estando dispuestos para dar gloria a Dios uniéndonos a su victoria, también, desde el sufrimiento y la cruz.

San Pablo es un bellísimo ejemplo de superación ante las dificultades. Desde el momento que eligió entregarse totalmente a Cristo su vida se llenó tanto de bendiciones como de persecuciones. Por un lado sanaba enfermos y sometía a los espíritus inmundos con el poder de Dios, y por otro lado padecía dolencias y cautiverios. La fuerza y el poder del Espíritu Santo no le libraban de la participación en los sufrimientos de Jesús (cf.Col 1,24); más bien era advertido: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2Co 12,9). El nombre de Pablo era conocido en los infiernos (cf. He 19,14) (si no sucede así con el nombre de cada uno tenemos un problema) y, por tanto, objetivo a combatir, atacar y derribar con todos los medios y colaboradores mundanos posibles. Pero todo esto no amedrentaba al Apóstol. Pasaba de un lugar a otro, llevando la Palabra de Dios y creando pequeñas comunidades cristianas que irían creciendo con el tiempo. Parecía como si a más persecución, más motivación. En sus viajes no encontramos queja alguna relacionada con su misión, no critica a sus perseguidores, ni se indigna por el mal recibido. Pablo se ha hecho siervo de todos para intentar ganar a todos para Cristo, sin importar el precio (cf. 1Co 9,19-23)

Existe, no obstante, una ocasión en la que sí manifiesta una gran indignación. Ocurrió durante su estancia en Atenas, al contemplar la desmesurada idolatría de aquellos ciudadanos: «Mientras Pablo les esperaba en Atenas, estaba interiormente indignado al ver la ciudad llena de ídolos» (He 17,15). Ciertamente, la idolatría puede desplazar al verdadero Dios a un puesto secundario en la vida de la persona, incluso logra excluirlo totalmente.

Pablo nunca mostro indignación por el sufrimiento, la cruz, la persecución, el dolor, etc.. Sin embargo, la idolatría le causa un efecto repulsivo. Razón no le faltaba al contemplar la escasez de frutos a su predicación en el Areópago. En Atenas, al contrario que en otras poblaciones, no pudo constituir una comunidad de creyentes a causa de la inmensa oposición espiritual causada por la mencionada idolatría sostenida, seguramente, por el príncipe de Grecia (cf Dn 10,20). Sólo unos pocos atenienses aceptaron el mensaje de salvación después de días de predicación pública (cf. He 17,34). De allí marchó a Corinto, donde sí surgió una fructífera comunidad cristiana.

El fracaso puntual de un apóstol de Cristo siempre es doloroso. No por el hecho mismo de ausencia de éxito que afecta al ego, sino por la tristeza causada al contemplar numerosas almas rechazando el camino de salvación. ¿Cómo es posible que pueda llegar a suceder tal rechazo? Jesucristo mismo, en varias ocasiones, experimentó el abandono de los suyos. En una de ellas, después que muchos discípulos lo abandonaran, leemos la conocida frase: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67).  Finalmente, no todos apostataron pero sólo unos pocos se mantuvieron fieles: «Señor, ¿dónde vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna y nosotros sabemos y creemos que tú eres el Santo de Dios.» (Jn 6,69).

Después de tanto esfuerzo, de tanta sangre derramada y de tanto martirio por ofrecer amor y vida en Cristo, ¡Cuánto dolor debe existir en el corazón de Dios por cada rechazo! Él que ha venido a anunciar la Buena Nueva, a dar la vista a los ciegos y a liberar a cautivos y oprimidos (cf. Lc 4,18) no ha sido reconocido por el Mundo ni acogido por los suyos (cf. Jn 1, 10-11). Pero tenemos una gran noticia para el resto pequeño y fiel a la Palabra: «a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre» (Jn 1,12).

Es momento de cuestionarse personalmente si formamos parte del resto fiel que, lejos de buscar una vida cómoda de pseudocristiano conformado y contaminado por el mundo, está dispuesto a luchar sin cesar por y para Dios. Seguramente, muchos de los corazones, más o menos creyentes, y más o menos auto engañados, suponen que forman parte de este bendecido grupo, sin ser conscientes de su estado de alejamiento. Así debían pensar las miles de personas alimentadas en la multiplicación de los panes realizada por Jesús. ¡Qué alegría! ¡Cuánta fiesta! ¡Qué bonito es seguir a Dios cuando todo es fácil! Y además sintiéndose uno más del grupo con Jesús. Ciertamente, es muy bueno unirse a otros discípulos para ser alimentado, física y espiritualmente, por el Maestro. Pero la cantidad no significa calidad. Pues, si tantos seguidores tenía Cristo, ¿por qué estaba prácticamente solo en la Cruz?. 

Uno de los posibles problemas existente en algunos cristianos consiste en el hecho de tener la mente embotada. Cosa que gana visibilidad ante aquellas situaciones difíciles de la vida que ponen a prueba la autenticidad de la propia fe. Esto mismo sucedió a los apóstoles inmediatamente después de aquella primera multiplicación de los panes cuando Jesús los obligó a subir a la barca para enfrentarse solos a las inclemencias de una particular navegación nocturna. Las dificultades absorbieron tanto su preocupación que no fueron capaces de reconocer y confiar en el Cristo que unas pocas horas antes había realizado un gran milagro. «Y es que no habían entendido lo de los panes, pues su mente estaba embotada» (Mc 6,52).

¿Cuántas cosas de Dios no entendemos en la actualidad? Ante un mundo cada vez más evolucionado en técnica, más globalizado en creencias, con un potencial de embotamiento mental inimaginable, al cristiano no le queda otra opción que doblar sus rodillas a los pies del Señor de señores y Rey de reyes para ser continuamente protegido y liberado de todas las falsedades, externas e internas, con capacidad de embotar, cegar, apresar y oprimir. Cabe, además, estar vigilantes para no caer en el engaño, muy extendido en nuestros tiempos, de trocear la Palabra de Dios, seleccionando lo que gusta y descartando verdades que no encajan con criterios personales o sociales. «Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para argüir, para corregir y para educar en la justicia» (2 Tm 3,16). Sólo unos pocos luchan incesantemente para agradar a Dios en la totalidad de su Palabra.

Una pregunta característica en ambientes cristianos cuando se realiza un encuentro suele ser: ¿Cuántas personas asistieron?. Lastimosamente no se preguntan cosas como, ¿Hubo unción?, ¿Cuáles fueron las grandezas de Dios en esta ocasión?, ¿Se abrieron los corazones a Cristo?, etc… ¡No, el número no importa!. Todos los que preguntan esto hubieran despreciado a Cristo con sus poquísimos discípulos. ¿Sólo doce le siguen?. En estos días estaría bien revisar nuestro compromiso con Dios, luchar para salir de la corriente embotada y unirse a los pocos que, pase lo que pase, con la imprescindible ayuda de Dios han tomado la determinación de mantenerse firmes en la fe y fieles a la totalidad del Evangelio «que es poder de Dios para que todos los que creen alcancen la salvación» (Rm 1,16).


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