PERSEVERANCIA



 

Después de haber vivido sucesivas celebraciones litúrgicas, desde Navidad hasta Pentecostés, como una secuencia de emotivos memoriales capaces de hacernos resurgir momentos de alegría, de dolor, de victoria, de gozo, etc Ahora, iniciamos un periodo denominado tiempo ordinario. Este título, poco sugerente, comprende más de veinte semanas de cotidianidad y sencillez, a excepción de algunas solemnidades, como la Santísima Trinidad, el Cuerpo y Sangre de Cristo, la Asunción y Cristo Rey.

Analógicamente puede suceder en el transcurso de la vida espiritual personal. Después de momentos transformadores, de experiencias inolvidables del amor de Dios, de superar situaciones de dolor con la fuerza del Espíritu Santo, etc, llega el tiempo ordinario de la vida. Éste, aún teniendo rasgos rutinarios, desde la pequeñez y sencillez diaria nos concede la oportunidad de crecer humana y espiritualmente, como quien, lentamente, paso a paso, va gestando una preciosa obra de arte. Así como María guardaba todas las cosas en su corazón y las meditaba (cf. Lc 2,19), todos estamos invitados a seguir su ejemplo en lo más común de nuestros días.

Pentecostés nos recordó que no estamos huérfanos (Jn 14,18) ni abandonados en un mundo lleno de dificultades y contradicciones diarias, de donde, con fe y esperanza, de «todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Rm 8,37). Mantenerse firme no siempre es fácil. Aun así, para alcanzar lo extraordinario es preciso perseverar en lo ordinario: «Vosotros sois los que habéis perseverado conmigo en mis pruebas [] para que comáis y bebáis a mi mesa en mi Reino» (Lc 22,28.30).

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