¿SOMOS TODOS HIJOS DE DIOS?



                Cuando leemos en la Biblia los textos que nos hablan sobre la filiación divina se nos llena el corazón de gozo. Es algo muy bonito sentirse hijo de Dios. El Evangelio de San Juan nos dice: «a todos los que le recibieron (a Jesús) les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). Y en la Primera Carta de San Juan podemos leer: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3,1). Como dice la Carta a los Efesios, Dios, «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser su hijos adoptivos por medio de Jesucristo» (Ef 1,4-5).
«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva. La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá Padre!. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Ga 4,4-7; cf. Rm 8,14-17).
También son importantes estos otros dos textos: «Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús» (Ga 4,26); «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).

                La Palabra de Dios deja clara una cosa: “Somos hechos hijos adoptivos de Dios gracias a Jesús”. Por tanto todo aquel que, sinceramente, crea en Jesús obtendrá la condición de hijo de Dios con todos sus derechos. La fe en Jesús es fundamental e imprescindible para alcanzar la realización de las promesas de Dios. Entonces, alguien podría preguntar, ¿sólo con la fe en Jesús se puede conseguir?, ya que en este mundo hay muchas personas que afirman creer en Jesús pero lo que hacen no corresponde con lo que dicen. De esta forma las personas podrían pronunciar unas palabras con la boca mientras su corazón o sus obras estarían  a “años luz” de lo que dicen. Por este motivo he querido añadir el versículo de la Carta a los Romanos: «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14). ¿Qué sucede? Pues que no se trata únicamente de decir que se cree en Jesús, sino que nuestra vida debe ser guiada por el Espíritu Santo. ¿Se trataría, entonces, de una condición previa o sería una prueba de lo que hemos alcanzado por gracia?. Pablo dice que la prueba  de que somos hijos de Dios la tenemos cuando ya se ha recibido el Espíritu Santo y nos hace exclamar ¡Abbá Padre!. Es decir, cuando el Espíritu Santo guía nuestras palabras, nuestros actos, nuestros trabajos, nuestra familia, nuestros pensamientos, etc... es la prueba de que formamos parte de los bendecidos hijos de Dios. ¿Cuántos se dan cuenta de esto en tu vida?. ¿Al menos, intentas sinceramente ser guiado por el Espíritu de Dios?. Lo importante es la intención del corazón.

                Según los textos bíblicos anteriores parece ser que lo de llegar a ser hijos adoptivos de Dios solamente puede conseguirse por un único camino: “Jesucristo”. Y antes de que lo digas tu, lo voy a decir yo: ¿y que pasa con las personas que no creen en Jesús? ¿No son hijos de Dios?. Según el Nuevo Testamento no son hijos adoptivos de Dios, pues, como ya he repetido, únicamente por la fe en Jesucristo se alcanza esta filiación divina. No hay más que discutir, es así de radical. San Pablo nos dice: «No son hijos de Dios los hijos según la carne» (Rm 9,8); lo cual no hace más que reconocer las palabras de Jesús a Nicodemo cuando le dijo: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,5-6).

                En el mundo encontramos dos grandes grupos de personas: los nacidos de la carne y los nacidos del Espíritu. Los primeros no son hijos adoptivos de Dios, mientras que los segundos si lo son, según el Nuevo Testamento. ¿Esto significa que los de la carne están condenados irremediablemente? ¡No!. Todos nacemos en la carne. Pero de la carne tenemos que pasar a estar en Cristo para recibir la plena filiación divina y esto sólo se consigue naciendo de nuevo. Dice Jesús «Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,7). Jesús ama a todo  el mundo y desea que todos se salven por eso dice que «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por el. El que cree en él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado» (Jn 3,16-18). Hoy en día, en nuestra época, únicamente reciben la condición de hijos de Dios con todos sus derechos, aquellos que reconocen a Jesús, que creen en él, y se dejan transformar por el Espíritu Santo.

                Hasta ahora hemos hablado de los hijos adoptivos de Dios, es decir, de los que realmente van a participar de la herencia divina y serán acogidos como verdaderos y legítimos hijos. Pero la cuestión de los hijos de Dios no acaba aquí. Como cosa general, se dice con mucha facilidad que todos somos hijos de Dios. Esta es una afirmación aceptable pero imprecisa. Cuando decimos que un cristiano, musulmán, budista, hindú, ateo, es un hijo de Dios hay que conocer exactamente lo que se está diciendo. Sí, todos somos hijos de Dios, pero, NO todos son aceptados por Dios como hijos adoptivos. Hay diferentes tipos de hijos:

1. Hijos de Dios por creación.

                El Papa Juan Pablo II dijo: «Después de haber formado al hombre con el polvo del suelo, el Señor Dios “insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente” (Gn 2, 7). La palabra “aliento” (en hebreo neshama) es un sinónimo de “soplo” o “espíritu” (ruah), como se deduce del paralelismo con otros textos: en vez de “aliento de vida” leemos “soplo de vida” en Gn 6, 17. [...] Por tanto, la Sagrada Escritura nos quiere dar a entender que Dios ha intervenido por medio de su soplo o espíritu para hacer del hombre un ser animado. En el hombre hay un “aliento de vida”, que procede del “soplar” de Dios mismo. En el hombre hay un soplo o espíritu que se asemeja al soplo o espíritu de Dios. Cuando el libro del Génesis, en el capítulo segundo, habla de la creación de los animales (v. 19), no alude a una relación tan estrecha con el soplo de Dios. Desde el capítulo anterior sabemos que el hombre fue creado “a imagen y semejanza de Dios” (1, 26-27)» ( J.P. II, Audiencia General, 10-1-1990).
                San Tomás de Aquino nos aporta más conocimiento al respecto: «Toda filiación implica una semejanza específica del hijo con el padre, y el hombre tiene cierta semejanza específica con Dios por participación en la naturaleza intelectual. En efecto, su condición intelectual viene a ser la  “última” característica de la criatura por la que es imagen de Dios. Por eso, sólo a la criatura
racional le corresponde la filiación por creación. Esta filiación se distingue de la condición de hijo adoptivo, que se adquiere por el don del Espíritu Santo. » ( St. Tomas, Summa Theologiae)
                Con todo esto entendemos que en un principio Dios creó al Hombre a su imagen y semejanza, y con su Espíritu sopló sobre el para darle el aliento de vida. En este momento existe un ser humano creado por Dios de manera especial. El hombre podía comunicarse con Dios cara a cara (cf. Gn 3) lo cual significa que, además de ser criatura corporal, era espiritual. El Espíritu de Dios había creado en el hombre un espíritu con quien podía comunicarse sin problemas. Estaba hecho a su imagen y semejanza. Eran los hijos por creación, destinados a gozar con Dios para siempre a través de un proceso que sólo Dios conocería con exactitud.
                Pero, como dijo Juan Pablo II, «La primera creación, desgraciadamente, fue devastada por el pecado. Sin embargo, Dios no la abandonó a la destrucción, sino que preparó su salvación, que debía constituir una “nueva creación” (cf. Is 65, 17; Ga 6, 15; Ap 21, 5)» ( J.P. II, Audiencia General, 10-1-1990).
                Aquellos primeros hijos de Dios por creación sufrieron un alejamiento abismal de sus orígenes por causa del pecado. Continuaban siendo hijos de Dios por creación porque Dios no quiso eliminarlos por completo, pero se convirtieron en esclavos de aquel a quien obedecieron, es decir del diablo (cf. Rm 6,16). En esta situación de pecado y muerte lo de hijos de Dios solo era un título del pasado debido a la naturaleza de su creación, pero quedaría apartado de Dios para siempre, a no ser que el Creador hiciera alguna cosa.

2. Hijos de Dios por Alianza, en virtud de una promesa.

                Es tos son los miembros del pueblo elegido, es decir Israel.  San Pablo dice que de los israelitas «es la adopción filial»(Rm 9,4). «Abraham tuvo dos hijos: uno de la esclava y otro de la libre. Pero el de la esclava nació según la naturaleza; el de la libre, en virtud de la promesa» (Ga  4,22-23). Dios eligió unas personas, a las cuales les concedió la adopción filial antes de la venida de Jesús, pero siempre en función de esta venida, “en virtud de la promesa”.
                Ahora ya ha venido Jesús, así que se ha realizado la promesa. Por  tanto también los israelitas actuales deben aceptar a Jesús, «porque no hay más que un solo Dios, que justificará a los circuncisos en virtud de la fe y a los incircuncisos por medio de la fe» (Rm 3,30). Aquellos israelitas que no aceptan el Evangelio de Jesús se han convertido en enemigos, pero «en cuanto a la elección amados por atención a sus padres. Que los dones y la vocación de Dios son irrevocables»(Rm 11,28-29).

3. Hijos adoptivos de Dios.

                Es de lo que se ha tratado al inicio de este escrito. Cabe decir alguna cosa más. San Tomás de Aquino hablaba de los hijos adoptivos como los hijos de Dios por gracia. Esta nueva dignidad sobrenatural se diferencia de las anteriores por el derecho a la herencia, que es la felicidad eterna; Por la gracia, el hombre recibe una nueva semejanza que le constituye en hijo adoptivo. Esta filiación presupone la anterior (por creación) y la perfecciona. Cuando la criatura humana alcanza la gloria y por tanto está en posesión de la herencia, esta filiación llega a su plenitud.
                Dios tiene una táctica que se repite, no sólo en la Biblia sino también en nuestras vidas, las veces que haga falta. Cuando sucede un acontecimiento importante con unos signos y ambiente concretos, si resulta un fracaso o se derivan consecuencias negativas, Dios, para restaurar el mal acontecido repite el acontecimiento con los mismos signos y un ambiente parecido. De esta manera lo nuevo supera lo viejo y lo sustituye. ¿por qué digo todo esto? ¿Recuerdas cómo dio el aliento de vida Dios al hombre?: Con un soplo de su Espíritu. ¿Cómo re-crea Dios al Hombre?: Con otro soplo del Espíritu Santo. Las palabras del Papa Juan Pablo II nos lo enseñan con gran claridad: «La tarde de Pascua, Jesús resucitado, apareciéndose a los discípulos en el Cenáculo, renueva sobre ellos la misma acción que Dios Creador había realizado sobre Adán. Dios había “soplado” sobre el cuerpo del hombre para darle vida. Jesús “sopla” sobre los discípulos y les dice: “Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20, 22). El soplo humano de Jesús sirve así a la realización de una obra divina más maravillosa aún que la inicial. No se trata sólo de crear un hombre vivo, como en la primera creación, sino de introducir a los hombres en la vida divina.» ( J.P. II, Audiencia General, 10-1-1990). Ahora el nuevo hombre ha nacido del Espíritu (cf. Jn 3,6)

                Jesús nos transforma totalmente y nos otorga un privilegio inimaginable para cualquier cultura y religión. Nos rescata de la esclavitud y nos hace hijos adoptivos de Dios, es decir sus hermanos y hermanas.  Ahora no somos solamente un hombre vivo, sino templos del Espíritu Santo, porque lo que ahora somos es superior a lo primero, ya que nuestro Padre nos ha sellado con su Espíritu y ha decidido habitar en nosotros.  ahora somos posesión suya y no quiere perdernos nuevamente. «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2Co 5,17). Ahora, ¡a dejar que el Espíritu Santo guíe nuestras vidas!, hermanos.




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