INDULGENCIA PLENARIA. Año de la Misericordia




En este año de la misericordia se menciona constantemente la palabra Indulgencia en las iglesias y fuera de ellas, sobretodo en ambientes cristianos. Se trata de una Gracia que Dios pone a nuestro alcance. Aunque también la palabra indulgencia puede causar, y a veces así sucede, una cierta controversia al recordar hechos históricos abusivos en este sentido. Además, son muchos los cristianos que rechazan tal doctrina basándose en la ausencia de textos bíblicos explícitos tratando, no sólo este tema sino también el del purgatorio. Realmente, es la Tradición y el Magisterio de la Iglesia los que han aportado el mayor desarrollo teológico en este sentido.

Nosotros, los católicos, debemos acoger con amor y confianza las disposiciones del Magisterio aunque no tengamos un dominio sobre su comprensión y origen, ya que, en definitiva, todo está orientado a procurarnos la entrada en el Cielo, a pesar de todas nuestras infidelidades a Dios. Pero, que no entendamos bien las cosas o nos falte formación para su comprensión no nos exime de poder buscar información y de aprender más y más cada día.

En este sentido, cuando empezó el año de la Misericordia y la palabra Indulgencia resonaba por doquier, quise entender mejor su significado. Para ello me dirigí a las fuentes: CIC (1471-1479), Derecho Canónico (992 -997) e Indulgentiarum Doctrina, de Pablo VI. A parte, numerosos artículos eclesiales, opiniones y otros documentos de menor relevancia. Al final, todos los documentos encontrados desarrollaban, de una manera u otra, el canon 992 del Derecho Canónico: «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos».

Lo que la Doctrina de la Iglesia viene a decirnos es que cuando pecamos aparecen la culpa y la pena:
- La culpa. Al pecar transgredimos la Ley de Dios, le ofendemos y despreciamos el infinito amor de Dios. Todo ello nos hace culpables y nos separa de Él.

- La pena. Cuando hacemos algo malo destruimos, desfiguramos,  deterioramos o perjudicamos algo perteneciente a Dios, lo cual debemos restituir de alguna manera. Si no podemos, debemos pagar con una pena impuesta como compensación. Si el pecado es grave la pena es eterna, y si es venial la pena es temporal.


Ahora bien, cuando nos arrepentimos y confesamos nuestro pecado, restituimos la comunión con Dios y cancelamos cualquier pena eterna derivada del pecado. Pero, por lo visto,  de la pena temporal no nos libramos. Este lenguaje me hace recordar un viejo dicho: ¡Quien la hace la paga!. Es decir, Dios nos perdona librándonos de la condenación eterna pero algo hay que pagar, mediante algún tipo de pena temporal, a causa del mal ocasionado. Pensemos que «todo pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana» (ID 2). Es decir, nos hacemos daño a nosotros mismos, a los demás y a la Creación de Dios. Además la Indulgentarium Doctrina nos dice: «es necesario para la plena remisión y reparación de los pecados no sólo restaurar la amistad con Dios por medio de una sincera conversión de la mente, y expiar la ofensa inflingida a su sabiduría y bondad, sino también restaurar plenamente todos los bienes personales, sociales y los relativos al orden universal, destruidos o perturbados por el pecado, bien por medio de una reparación voluntaria, que no será sin sacrificio, o bien por medio de la aceptación de las penas establecidas por la justa y santa sabiduría divina, para que así resplandezca en todo el mundo la santidad y el esplendor de la gloria de Dios» (ID 3).

                Mediante la Indulgencia Plenaria podemos quedar totalmente liberados de la pena que debemos sufrir para satisfacer la justicia divina, ya sea en esta vida o en lo que los católicos llamamos Purgatorio.

                Hasta aquí he expuesto una breve síntesis de lo que la Doctrina de la Iglesia Católica enseña. Las palabras y expresiones utilizadas en los documentos evocan a un pasado medieval inmerso en un lenguaje de justicia y castigo. A continuación expongo algunos puntos con una perspectiva ampliada para intentar entender, desde un ensayo personal, este lenguaje aparentemente duro:

1. La pena como restauración. Ciertamente, cuando pecamos causamos un deterioro en nosotros, en nuestros hermanos y en la misma creación, alterando el orden cósmico creado por Dios. El pecado es algo muy grave, mucho más de lo que podamos imaginar, ya que ofendemos a Dios y atacamos directamente su creación, causando destrucción en cosas que Él ha creado con su infinito amor.
Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza, más con el bautismo, abandonamos el hombre viejo para convertirnos en una nueva creación (cf. Rm 6). Es decir, las imperfecciones, taras y distorsiones causadas por el pecado original más las del pecado personal, desaparecen en el momento del bautismo. Pero, la vida sigue y los pecados vuelven a aparecer, de manera que volvemos a desfigurar la imagen de Cristo en nosotros. Es decir, perdemos la santidad a la cual Dios nos llama (cf. Lv 11,45; 1Pe 1,16). Más aún, el Señor exige santidad para poder entrar en su Reino (cf. 1Te 3,13; Ap 7,14; Ap 21,27).
Cuanto más pecamos, más nos desfiguramos, y por tanto se dilata el camino hacia la santidad imprescindible para llegar al cielo, de manera que el proceso necesario para la purificación, llamado pena, también será mayor.
La palabra pena no debería ser tomada como algo referente a una condena o a sufrimientos impuestos como contrapartida al mal causado, entendiendo que una vez sufrido lo suficiente ya estaríamos listos para entrar en el Cielo. Considero que la pena debe tomarse como un proceso mediante el cual Dios nos extirpa todo rastro de imperfección para así poder entrar en su Reino, donde sólo puede habitar la perfecta santidad. Lo que sucede es que tenemos tan arraigado el pecado y nos han afectado tanto sus consecuencias que cuando el Señor trata de eliminar su rastro debe arrancar cosas como: el amor propio, el orgullo, las seguridades, las sensualidades, las divinidades, etc… Podríamos decir que se trata de malas hierbas cuyas raíces pueden ser más o menos profundas. Al arrancarlas desgarran el terreno, y claro, cuanto más profundas sean sus raíces más desgarro producen. Algo similar sucede cuando Dios quiere desarraigar de nuestro corazón todo rastro de imperfección causado por el pecado. Hay cosas como la soberbia y el amor propio, entre otras, con raíces tan profundas que extirparlo supone tal rotura interna que genera sufrimiento y dolor. Sobre todo porque la tierra dura de nuestro hombre viejo no quiere soltarlo.

2. Necesitamos reconstruirnos. Sabemos que «del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias» (Mt 15,19). Todo esto y mucho más nos desfiguran de tal manera que nuestra imagen y semejanza de Dios queda muy dañada, como ya sabemos. En este estado, nuestra entrada en el Reino de Dios es imposible. Somos un vaso roto, o quizás ya hecho pedazos, a causa de nuestras rebeldías (cf. Is 30,14) y en el Paraíso no hay nada roto. Llegados a este punto la única solución es la reconstrucción.
«Los fariseos dijeron a los discípulos: ¿Por qué vuestro maestro come con recaudadores y pecadores? Él lo escuchó y contestó: No tienen necesidad del médico los sanos, sino los enfermos. Id a aprender lo que significa: Misericordia quiero y no sacrificios. No vine a llamar a justos, sino a pecadores.» (Mt 9,11-13). Con este fragmento bíblico podemos interpretar que Jesús es el médico que viene a sanarnos, es decir, a reconstruir su rostro desfigurado en nosotros por causa del pecado. Viene lleno de amor y misericordia porque «quiere que todos los hombres se salven» (Tm 2,4). Así como nosotros acudimos al médico con pequeñas y grandes enfermedades, Jesús viene a nosotros, pecadores, y nos encuentra con diagnósticos de distinta gravedad. A unos les basta con tratamientos sencillos, mientas que a otros hay que operar de urgencia con métodos agresivos para poderlos salvar.  Y claro, el sufrimiento, así como el tiempo de recuperación, varía en función de la intervención necesaria para extirpar todo el mal y sus raíces. Algo parecido ocurre con nuestra situación espiritual. Necesitamos ser reconstruidos con los procedimientos adecuados que sólo Dios conoce para cada caso en particular.

3. Necesitamos purificarnos. Dios «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor» (Ef 1,4). Sí, para ser santos e inmaculados. Otra imagen que la Biblia nos ofrece es la purificación del oro y la plata: «los purificaré como se purifica la plata, los probaré como se prueba el oro. El invocará mi Nombre, y yo lo escucharé; yo diré: «¡Este es mi Pueblo!» y él dirá: «¡El Señor es mi Dios!» (Za 13,9). En el bautismo nos convertimos en el oro más fino y puro que pueda existir, pero como ya sabemos, durante el transcurso de la vida nos vamos llenando de suciedad, impureza, corrupción, etc. La Biblia menciona una herramienta muy utilizada para purificar estos metales preciosos: el crisol. Allí, se alcanzan altas temperaturas para separar la suciedad e impurezas del oro. Esta imagen quizás no sea muy atractiva pero recordemos que Job deseaba pasar por el crisol del sufrimiento para llegar a ser como el oro fino (cf. Jb 23,10). Dios nos lleva por caminos que se convierten en crisoles personales para purificarnos y extraer toda contaminación de nuestro ser. En el libro del profeta Daniel, Dios nos dice: «algunos caerán para ser purificados en el crisol, lavados y blanqueados para los últimos tiempos» (Dn 11,35). Toda ocasión y situación, incluso nuestras caídas, puede ser aprovechada por Dios para acrisolarnos.


Llegados a este punto, creo que ya sabemos que necesitamos ser restaurados, reconstruidos y purificados para poder acceder al Reino de los Cielos. Todo este gran proceso se inicia en esta vida. De hecho empieza cuando comenzamos a pecar. Si con todos los años de nuestra vida no ha sido suficiente para poder llegar a ser lo suficientemente santos e inmaculados, entonces será necesario continuar el proceso después de la muerte en un lugar de espera y transformación. Cuando la Iglesia, por los méritos de Cristo, nos ofrece la Indulgencia Plenaria está utilizando el poder que Dios le ha otorgado para realizar el gran milagro de liberarnos del tiempo de espera y transformación, o pena, después de la muerte, ya que todo ello se realizaría de forma inmediata en el momento morir. No obstante, mientras vivimos en este mundo deberemos seguir luchando y purificándonos. La indulgencia no tiene por qué extraer las raíces del pecado, al menos no he visto que los documentos hablen de algo parecido, únicamente nos libra de la famosa pena del purgatorio. Pero, como lo más normal es que sigamos vivos, una vez recibida la indulgencia, es necesario que la guerra contra el pecado continúe. Con la confesión sacramental, el esfuerzo, el sacrificio, la perseverancia en la oración y la fe en el poder de Dios que todo lo puede con la acción de su Espíritu podemos obtener grandes victorias, derrotando el pecado y eliminando sus raíces. Dios Libera, sana, restaura, reconstruye y purifica cuando nos acercamos a Él y dejamos que nos transforme.

Si morimos inmediatamente después de obtener la indulgencia iríamos directos al cielo. Eso sí, hay que obtenerla con las debidas disposiciones y sobretodo con el inmenso deseo de amar a Dios sobre todas las cosas, totalmente arrepentidos y quebrantados por nuestros pecados. No se trata únicamente de seguir las instrucciones de la iglesia como algo mecánico, o como una fórmula mágica, sino que debemos aprovechar el gran momento que nos ofrece Dios por su Iglesia para hacerlo todo dando lo mejor de nosotros, sin piedad con el pecado y con el máximo esfuerzo. Como norma general, para ganar la indulgencia es preciso tener en cuenta lo siguiente:

«1. La indulgencia plenaria sólo se puede obtener una vez al día. Pero, para conseguirla, además del estado de gracia, es necesario que el fiel:
- tenga la disposición interior de un desapego total del pecado, incluso venial;
- se confiese sacramentalmeпte de sus pecados;
- reciba la sagrada Eucaristía (ciertamente, es mejor recibirla participando en la santa misa, pero para la indulgencia sólo es necesaria la sagrada Comunión);
- ore según las intenciones del Romano Pontífice.
(- En este año de la Misericordia, además, es necesario visitar alguno de los lugares donde exista una puerta santa, la cual se deberá atravesar)
2. Es conveniente, pero no necesario, que la confesión sacramental, y especialmente la sagrada Comunión y la oración por las intenciones del Papa, se hagan el mismo día en que se realiza la obra indulgenciada; pero es suficiente que estos sagrados ritos y oraciones se realicen dentro de algunos días (unos veinte) antes o después del acto indulgenciado. La oración según la mente del Papa queda a elección de los fieles, pero se sugiere un «Padrenuestro» y un «Avemaría». Para varias indulgencias plenarias basta una confesión sacramental, pero para cada indulgencia plenaria se requiere una distinta sagrada Comunión y una distinta oración según la mente del Santo Padre.» (El don de la Indulgencia. www.vatican.va)

Considero que el tema principal ya ha sido tratado y espero haberme explicado correctamente, pero me gustaría abordar dos puntos más que también considero importantes, los cuales están íntimamente relacionados con el tema de las indulgencias: ¿por qué debemos sufrir?; ¿Cómo funciona el tema de los méritos de Cristo y de los santos?. Intentaré desarrollarlo próximamente.

Que el amor de Dios llene vuestros corazones. Dejemos al Espíritu Santo, que habita en nuestros corazones, que nos transforme y purifique con su poder. Cuanto más le dejemos hacer, cuanto menos nos resistamos, más rápidamente avanzaremos por el camino de la santidad.

Dios te conceda la gracia de llegar al grado de restauración, reconstrucción y purificación suficientes en esta vida para no tener que esperar después de la muerte. 

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