EL ESPÍRITU DA VIDA
Sin el Espíritu Santo nuestra
existencia carecería de interés, no tendría calidad ni perspectiva de futuro. Las
ataduras, el pecado y la muerte nos someterían sin piedad y sin posible
solución que lo remediara. No tendríamos posibilidad de vencer las acechanzas
del diablo, el sacrificio de Jesús en la Cruz habría sido en vano y todas las
promesas de Dios no tendrían forma de llevarse a cabo. ¡Qué inmensa e
irremediable fatalidad si el Señor hubiera olvidado la promesa de enviar su
Espíritu!, más ¡Qué necia fatalidad cuando el hombre se olvida del Espíritu
Santo!. Para gloria de Dios, sabemos que Él no pierde la memoria ni deja de
cumplir sus promesas porque «es fiel por los siglos de los siglos» (Sl 100,5).
Pero, ¿y qué pasa con el hombre?
Seguramente habremos oído la
expresión, atribuida al Espíritu Santo, el gran olvidado, como también el gran
desconocido o el ausente. Lastimosamente ha sido y sigue siendo olvidado en
muchos ambientes cristianos. También ha existido y continúa existiendo un gran
desconocimiento sobre Él, pero afortunadamente no ha estado ausente, por lo que
este título no ha sido muy acertado. ¡Dios nunca ha estado ausente!. Ha llorado
con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha sido paciente (muy paciente),
misericordioso (muy misericordioso), y ha sido santamente insistente llamando
sin cesar a la puerta de nuestro corazón (cf. Ap 3,20), por eso cuando se la
hemos abierto Él estaba allí para alegrarse y celebrarlo con nosotros,
añadiendo a la fiesta el gran regalo de una nueva vida que Sí tiene sentido.
Si
confiáramos en Dios y creyéramos en su Promesa correríamos a pedirle tan
inconmensurable don y él nos lo daría (Cf. Jn 4,10) porque si nosotros siendo
malos, sabemos dar cosas buenas a nuestros hijos, «¡cuánto más el Padre del
cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan» (Lc 11,13). Ahora bien, debemos
empezar dando un paso de fe pidiendo aunque no comprendamos, pues si creemos
veremos la gloria de Dios (cf. Jn 11,40).
San
Pablo, llego del gozo del Espíritu Santo, insiste varias veces en sus cartas que
«el Espíritu da Vida» (cf. Rm 8,2; cf. Rm 8,10; cf. 1Co 15,45; 2Co 3,6), y
realmente este es un gran mensaje que no debemos despreciar. El Apóstol recibió
la bendición de poder experimentar una verdadera transformación personal,
pasando de las tinieblas a la luz, de la muerte a la vida, del error a la verdad,
descubriendo que ciertamente «el Espíritu es el que da la Vida» (Jn 6,63), tal
y como Jesús anunció sin que exista nada ni nadie que pueda sustituirlo.
El
Espíritu Santo es Dios mismo actuando con poder en cada persona que se deja
transformar por él. Sin el Espíritu no hay vida que valga la pena, porque no
habrá libertad, ni verdadero gozo, ni verdad, ni santidad, ni paz, ni poder de
Dios en nuestras vidas para vivir como sus hijos adoptivos que claman dichosos
“Abba Padre”. ¿Cómo podríamos afirmar que vivimos sin haber recibido los dones,
frutos y carismas del Espíritu santo? ¿Qué clase de vida sería esa? Dios
Espíritu es el verdadero tesoro que da auténtica vida, por el cual vale la pena
luchar, dejarlo todo y seguirle, despreciando y rechazando todo aquello que
pertenezca al espíritu del mundo, aunque esto implique dejar que «los muertos
entierren a sus muertos» (Mt 8,22). No importa lo que digan, ni lo que piensen,
ni lo que hagan los demás, sólo importa que sin El Espíritu Santo no hay vida
aunque lata el corazón de carne, o quizás de piedra. ¡Vale la pena luchar! Dios
lo ha prometido.
Se
ha escrito mucho sobre el Espíritu Santo, ya sea desde una perspectiva
teológica o a partir de alguna experiencia personal. No obstante, aquello que
parte de una vivencia real de otras personas nos puede ayudar con mayor
facilidad a recorrer un camino similar hacia un encuentro renovador con el
Espíritu Santo. Por tanto es provechoso buscar literatura sobre este y otros
temas espirituales. Y recuerda, si otros han podido llegar tú también puedes,
porque Dios quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad
(Cf. 1Tm 2,4). Un gran ejemplo y testimonio lo encontramos en un santo
carismático, aunque él nunca conoció esta tipificación. Se trata de san Serafín
de Sarov (1753-1833), quien decía cosas como estas: «el objetivo de la vida
cristiana consiste en la adquisición del Espíritu Santo». «Aquel que por su fe
en Cristo posee el Espíritu Santo, aunque por debilidad humana haya cometido un
pecado que causa la muerte de su alma, no morirá por siempre, sino que será
resucitado por la gracia de nuestro Señor Jesucristo que ha cargado con los
pecados del mundo y ha dado gratuitamente gracia sobre gracia». «Por lo que
respecta a los diferentes estados de monje yo y de laico vos, no os preocupéis.
Dios busca por encima de todo un corazón lleno de fe en Él y en su Hijo único,
y como respuesta a esta fe, envía desde el cielo la gracia del Espíritu Santo
[…] El corazón del hombre es capaz de contener el reino del cielo» (extraído
del libro, Sant Serafí de Sarov, ed. El gra de Blat). Con estas palabras del
santo se puede confirmar lo que ya se ha ido diciendo. Resumiendo, el objetivo
de la vida es llenarse del Espíritu Santo para ser renovados y recibir la
verdadera y auténtica vida en este mundo y en la resurrección. Maravilloso es
saber que con la venida del Espíritu Santo nuestro corazón alberga el mismísimo
reino del cielo. ¡Cómo no alabarle, cómo no darle gracias, cómo no luchar
incesantemente para que habite en nosotros, para agradarle, para creer firmemente
y para dejar que nos utilice como instrumentos de su Reino extendiendo su
Verdad, proclamando sus grandezas y realizando las mismas obras, u otras
mayores, que Jesús (Cf. Jn 14,12)!. «Haz esto y vivirás» (Lc 10,28)
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