COVID-19 ¿En guerra contra un virus?

Llevamos unos cuantos días sumergidos en el monotema del coronavirus COVID-19 y parece como si no existieran otras noticias debido a la gravedad del momento histórico que estamos viviendo. No es mi intención entrar en detalles que ya conocemos a través de los medios de comunicación, sino ofrecer una reflexión desde la fe cristiana, desde donde ya han surgido variadas opiniones al respecto, como las apocalípticas, las conformistas, las idolátricas y las que animan a luchar con armas espirituales.

Ciertamente, existe una lucha, esto es innegable. Ahora bien, ¿la lucha consiste únicamente en combatir el virus? Si nos quedamos en esta opinión sería como cuando un paciente acude al médico porque le duele mucho la cabeza y vuelve a casa con una aspirina, sin haber investigado el origen del dolor. Seguramente, muchos de ustedes habrán oído de casos reales parecidos cuyo final fue catastrófico. El dolor, quizás, desaparecerá por un tiempo, pero si existe una causa grave oculta y no se trata, el problema persistirá o empeorará. ¿A dónde quiero llegar con esto? Seguramente ya se lo estarán imaginando. No obstante, también quisiera mencionar el comentario de un científico que oí por televisión mientras estaba haciendo zapping intentando escapar del monotema. Esta persona estaba convencida de que no estamos ante un problema sólo de la humanidad, sino que se trata de una cuestión universal: todo el planeta está enfermo y esta vez las personas hemos sufrido las consecuencias.

Así pues, nuestro COVID-19 sería ese dolor de cabeza, pero no el origen del mismo. El equilibrio natural de nuestro planeta sufre, «pues sabemos que la creación entera viene gimiendo hasta el presente y sufriendo dolores de parto» (Rm 8,22). La Creación entera sufre a causa de la explotación abusiva i destructiva de sus recursos naturales, lo cual genera grandes desequilibrios, pero sobre todo padece por la inconmensurable opresión ejercida como consecuencia del pecado de la humanidad. Los cristianos sabemos que el poder espiritual, ya sea para bien o para mal, puede alterar el orden natural. Como creyente, me atrevo a pensar que la actual epidemia, pandemia, o   como lo quieran llamar, debido a la maldad sin medida, tiene un origen espiritual con afectación en el equilibrio natural. A partir de esta premisa, podemos identificar dos posibles procedencias: la intervención de Dios o el pecado del hombre.

Por la fe y la formación que hemos recibido, sabemos que en la creación original de Dios no existía el pecado ni, por supuesto, la enfermedad o la muerte, como tampoco nada que pudiera causarlas. Como dice San Pablo: «el salario del pecado es la muerte» (Rm 6,23).

La primera vez que el hombre sufrió las consecuencias de la justicia divina fue en la expulsión del paraíso, como consecuencia de una grave desobediencia, es decir, del primer pecado, eso sí, por instigación del diablo. Este devastador acontecimiento arrastró a todo ser humano hacia un estado de vulnerabilidad y sometimiento maléfico destinado a la cruel aniquilación; cosa que no sucedió gracias a la intervención el amor de Dios. A partir de este momento, la enfermedad y/o sufrimiento ya no solo forma parte de las consecuencias del castigo inicial, sino que además de coexistir y convivir en el plano natural también, desde el mismo, puede convertirse en instrumento para revertir un final catastrófico, sobre todo transcendental. Por este motivo, San Pablo nos enseña que así como por una desobediencia entró el pecado y la muerte, por otra obediencia (la de Jesucristo) de pasión y muerte recibimos la justificación (cf. Rm 5,12-20). Es decir, el sufrimiento puede formar parte de los planes de Dios para nuestra expiación y salvación. Analizando los textos bíblicos descubriríamos que los padecimientos sobrevenidos a las personas tienen dos tipos de destinatarios y cuatro fundamentos, uno de ellos común:

1. A los no creyentes:
-> Castigo: Fruto de una decisión personal y el peor desenlace.
-> Aviso: Fruto de un estado de alejamiento sin conversión previa.

2. A los creyentes:
-> Aviso: Fruto de un estado de alejamiento con conversión previa.
-> Corrección: Fruto de un desvío ocasional en el camino cristiano.
-> Prueba: Oportunidad para crecer en fidelidad y santidad.

Por lo que respecta a la corrección y prueba no parece existir relación con los hechos actuales, así que analizaremos el posible castigo o aviso como hipótesis de lo que estamos viviendo estos días.

¿Puede Dios castigar? Si leemos pasajes bíblicos del Antiguo Testamento, encontraremos multitud de amenazas de castigo: «castigaré al mundo por su maldad, y a los impíos por su iniquidad; y haré que cese la arrogancia de los soberbios, y abatiré la altivez de los fuertes» (Is 13,11); algunas  de ellas hechas realidad, como la destrucción de Sodoma y Gomorra (cf. Gn 19), las plagas de Egipto (Ex 7-11), entre tantos otros casos. El castigo habitualmente va enfocado a individuos que han decidido hacer caso omiso a la voluntad de Dios, abandonado la intención de obedecerla desde la plena libertad y de forma deliberada.

A veces nos cuesta imaginar que un Dios de amor infinito pueda producir algo, a nuestro parecer, dañino. Pero tratar de opinar sobre la conducta de Dios es algo que no nos corresponde y no debemos intentarlo. Sin embargo, aceptamos con mayor facilidad la condena de los ángeles caídos. Entonces, ¿no sería lógico pensar que aquellos que deciden unirse a ellos acaben del mismo modo?.
Castigo equivale a pena. La transgresión de una ley acarrea la imposición de una pena. Así pues, cualquier desobediencia (llámese pecado) conlleva una pena correspondiente. Si el pecado es extremadamente grave, llegando a niveles de maldad como si las puertas del infierno se hubieran abierto de par en par, sin encontrar resistencia para su proliferación, más aún, recibiendo protección y promoción por parte de algún líder o grupo social, inevitablemente después de numerosos intentos de rescate, acabará llegando la paga por el pecado.

Debemos saber que «Dios es tardo a la cólera y rico en bondad» (Nm 14,18), de manera que para llegar al castigo extremo deben alinearse tres factores: Renuncia total y consciente de Dios, maldad extrema y haber desperdiciado las oportunidades de conversión durante el periodo de paciencia establecido por Dios. La mediocridad cristiana y, como resultado, la escasez de intercesores puede suponer una pérdida de protección divina, como sucedió en tiempos de Ezequiel: «Busqué entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera». (Ez 22,30)     
 
Algo que tienen en común los castigos y los avisos es que van dirigidos, como norma general, a los que se han alejado del camino de salvación (cf. Mt 7,14). Como diferencias encontramos que los primeros apuntan a los que se han auto excluido de la Verdad, son más contundentes y definitivos; además, pueden emanar de la acción directa de Dios o de sus ángeles. Los segundos acostumbran a ser fruto de una retirada de protección de Dios, de manera que el mal generado por el hombre en la creación se vuelve contra sí mismo. Igualmente, las potestades demoniacas no encuentran resistencia suficiente que evite engañar y hacer daño a la humanidad cuando el escudo protector de Dios se retira.
Muchas personas buenas también sufren durante los avisos, aunque es preciso matizar que únicamente Uno es bueno (cf. Mt 19,17).  Podríamos llamarlo daños colaterales, cuyo sentido es conocido sólo por Dios en cada caso particular. No debemos caer en la tentación de pensar que todos los caídos son merecedores, por una supuesta culpabilidad, del mal recibido, como pasó en tiempos de Jesús: «contaban acerca de los galileos cuya sangre Pilato había mezclado con los sacrificios. Respondiendo Jesús, les dijo: ¿pensáis que esos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos, porque han padecido estas cosas?. No, os lo aseguro; y si no os convertís, todos pereceréis del mismo modo» (Lc 13,1-3).

Entre los grandes castigos bíblicos del Antiguo Testamento y los definitivos del Apocalipsis, la historia nos muestra episodios de penalidades sufridas. Si las analizáramos podríamos llegar a descubrir una intención, o permisividad divina en ellas. Los avisos pretenden conseguir una conversión que evite males peores: «¡Ánimo, hijos, clamad a Dios!, pues el que os mandó esto se acordará de vosotros. Ya que entonces decidisteis alejaros de Dios, convertíos y buscadlo con mucho mayor empeño. Pues el que os envió estas desgracias os enviará la alegría eterna de vuestra salvación» (Ba 4,27-29).

Volviendo a los acontecimientos actuales, y tras lo expuesto, me atrevo a decir que estamos  viviendo un tiempo de aviso y aunque, ciertamente, debemos luchar para contener el virus, este no es el principal problema. El origen de todo mal y sufrimiento lo encontramos en el pecado. ¡A este pecado debemos declarar la guerra! El Señor nos dice: «no peques más, para que no te suceda nada peor» (Jn 5,14). Y también: «Yo no me complazco en la muerte de nadie, sea quien fuere, oráculo del Señor Yahveh. Convertíos y vivid» (Ez 18,32). ¡La decisión es nuestra!

El Virus, ¿lo ha enviado Dios? ¿ha sido algo natural? ¿lo ha creado el hombre?. Todo apunta a que proviene de la naturaleza, bien por contagio natural, o bien por manipulación del hombre. Numerosos argumentos defienden lo uno y lo otro. Dios sabe la verdad. Por lo demás, el padre de la mentira está haciendo estragos con la información (nada extraño). Sin duda, el Señor ha permitido esta sacudida a la humanidad alargando las cadenas del perro rabioso para que pueda alcanzarnos a mordernos, aunque no lo suficiente para destrozarnos. Los resultados del COVID-19 son los efectos típicos de la acción del maligno: Sufrimiento (especialmente de los más débiles), muerte, desesperación, angustia, miedo, pobreza, desestabilidad, mentira, control, opresión y privación de libertad, como más relevantes.

En estos complejos momentos, las personas podemos optar por dos opciones: obstinarnos en el error o creer y convertirnos. Dos caminos y dos destinos totalmente opuestos (cf. Sal 1; Rm 8,13). Con la esperanza de que muchos se decidan por volver al buen Camino, «sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman» (Rm 8,28), y aunque compartamos con la creación, sometida a la vanidad, sus dolores (cf. 8,22-23), sabemos que «Dios está por nosotros» (Rm 8,31) y ni la tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada, ni potestad alguna podrá separarnos del amor de Dios (cf. Rm 8,35.39) porque «en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó» (Rm 8,37). No hay cabida para el miedo, pues para nosotros la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia (cf. Flp 1,21). «Ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie par sí mismo. Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos, del Señor somos» (Rm 14,7-8).

Los cristianos siempre debemos vivir en fe los acontecimientos del mundo presente. Como dice el Señor, a través de su Apóstol Pablo: «Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia» (He 16,31). Para ello, hemos de usar las armas espirituales que nos ofrece la Palabra de Dios y el Magisterio de la Iglesia.

No es mi intención facilitar un listado de oraciones, cosa fácilmente accesible por internet; únicamente transcribo los salmos 91 y 121, como una opción para cobijarnos en aquel que nos guarda de la angustia y nos rodea para salvarnos (cf. Sal 32,7):



«Tú que vives al amparo del Altísimo
y resides a la sombra del Todopoderoso,
di al Señor: “Mi refugio y mi baluarte,
mi Dios, en quien confío”.
El te librará de la red del cazador
y de la peste perniciosa;
te cubrirá con sus plumas,
y hallarás un refugio bajo sus alas.
No temerás los terrores de la noche,
ni la flecha que vuela de día,
ni la peste que acecha en las tinieblas,
ni la plaga que devasta a pleno sol.
Aunque caigan mil a tu izquierda
y diez mil a tu derecha,
tú no serás alcanzado:
Con sólo dirigir una mirada,
verás el castigo de los malos,
porque hiciste del Señor tu refugio
y pusiste como defensa al Altísimo.
No te alcanzará ningún mal,
ninguna plaga se acercará a tu carpa,
porque hiciste del Señor tu refugio
y pusiste como defensa al Altísimo
Ellos te llevarán en sus manos
para que no tropieces contra ninguna piedra;
caminarás sobre leones y víboras,
pisotearás cachorros de león y serpientes.
“El se entregó a mí,
por eso, yo lo glorificaré;
lo protegeré, porque conoce mi Nombre;
me invocará, y yo le responderé.
Estará con él en el peligro,
lo defenderé y lo glorificaré;
le haré gozar de una larga vida
y le haré ver mi salvación”» (Sal 91)



«Levanto mis ojos a las montañas:
¿de dónde me vendrá la ayuda?
La ayuda me viene del Señor,
que hizo el cielo y la tierra.
El no dejará que resbale tu pie:
¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita
el guardián de Israel.
El Señor es tu guardián,
es la sombra protectora a tu derecha:
de día, no te dañará el sol,
ni la luna de noche.
El Señor te protegerá de todo mal
y cuidará tu vida.
El te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre» (Sal 121)

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